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El concepto de poder abarca una gran amplitud de significados, algunos de los cuales tienen claras connotaciones negativas asociadas en su mayor parte a la violencia. Es fácil evocar un orden social injusto basado en una relaciones desiguales. Pero, al igual que el conflicto, el poder nos rodea y preside los modos de socializarnos. No tendría por qué ser algo negativo, como el conflicto en sí mismo. Otra cuestión es el acompañamiento de valores y actitudes que lo complementen y definan.
Para comprender las relaciones de poder en la escuela podemos intentar pensar en el marco institucional que las engloba y que denota su especificidad. La dependencia estructural (casi vital) del trabajo repercute en la cotidianidad escolar, obligando a los docentes a planificar y programar de acuerdo a unas normas y pautas socioeconómicas que deben tender al logro del éxito profesional del alumnado en el futuro.
Frente a una lógica pedagógica subyacente en todo proceso educativo, la lógica burocrática constriñe la labor del profesorado, subordinándola a la jerarquía institucional que sigue, hoy por hoy, los dictados de las políticas de mercantilización global. El camino de la competitividad intercentros está servida: la oferta privada crece en detrimento de la pública, amparada en una gestión escolar que se parece sospechosamente a la empresarial.
Curiosamente, la libertad que ampara la capacidad de elección de los padres ante la diversificación de la oferta educativa parece cautiva, a la vez y aunque resulte contradictorio, del contexto neoliberal en el que se halla inscrita; orientaciones y códigos que abogan por las diferencias sociales en pro de las familias con más medios. Es algo parecido a lo que está ocurriendo con la sanidad y el resto de servicios públicos, con una imagen al exterior nada convincente y poco capaz de satisfacer las demandas que exige la sociedad actual.
Volviendo a la cuestión de las relaciones escolares, si bien se promueve la horizontalidad entre iguales, es la verticalidad la que dirige la pirámide ecológica de la cultura escolar. La figura del profesor encarna la autoridad para el alumnado, de forma que representa el mantenimiento del orden y la disciplina en el aula, sin que ello sea óbice para apelar a la responsabilidad de alumnos y alumnas en cualquier situación que altere la “normalidad”. Este hecho sumado a la libertad que el mercado ha sustraído a los ciudadanos está promoviendo una suerte de esquizofrenia de valores y códigos que dejan tras de sí mucha incertidumbre respecto a la manera de comportarnos. Con estos ambages habría que asegurarse del poder que ejercemos y sobre todo, de cómo lo ejercemos, los miembros de la comunidad educativa en su conjunto: alumnado, profesorado, padres y madres, administración.
El orden escolar se produce y reproduce diariamente mediante interpretaciones subjetivas, normas implícitas y diferentes grados de participación en el entramado socioeducativo. Ante diferentes concepciones (y asunciones culturales) es muy posible que surjan conflictos con bastante frecuencia. En este contexto, la semántica del poder puede resultar clave para afrontar las situaciones conflictivas. El funcionamiento institucional vertical mencionado anteriormente puede representar la materialización más represiva del poder bajo la lógica burocrática de la imposición, viéndose de abajo arriba (alumnado hacia profesorado) como un ejercicio de violencia simbólica, y en gran medida, legitimada por el propio sistema (castigos y sanciones justificados); y de arriba abajo (profesorado hacia alumnado) como una subsunción de la tarea de vigilancia sobre la pedagógica, y por tanto, como una anulación obligatoria de la tarea –libre y vocacional- educadora. En ambos casos es posible que la frustración ante la dificultad de interactuar de otro modo prevalezca sobre otras emociones a la hora de relacionarnos con docentes y alumnos, con la consecuente obstrucción de posibles soluciones alternativas. ¿En qué ha quedado el ideal democratizador de la función docente –formar personas libres, solidarias, creativas?
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